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Wolverine, de Twosix, el primer mural que vi morir. foto: Raúl riebenbauer

Muerte de un grafiti

Publicado: 2015-03-15

Lo podría decir así: aprendí a leer las paredes de las ciudades en Lima, a los 43. Todo empezó cuando llevaba viviendo en esta ciudad un año. Entonces, en mayo de 2013, me crucé con un mural del artista alemán Jim Avignon en el distrito de Barranco. Tomé doce fotografías. Y me envenené: desde aquel día no he podido dejar de fotografiar murales, grafitis. Fue así como descubrí el cholo power de Elliot Túpac; la mamacha y su wawita de Wa; el miedo que paraliza de Movan; el yo también me llamo Perú de Raf; el visible solo para el que sepa mirar de Trazo; el lobo que cabe en una botella de Seimiek; la protección del gato y la rata de Portocarrero 3Y One; o la aflicción e incertidumbre del inmenso Decertor. Ya nada sería igual. Por eso cuando volví de visita un par de veces a mi ciudad de nacimiento, a miles de kilómetros, mis ojos se iban a sus paredes, la redescubría desde sus grafitis. Y eso me ocurriría en todas partes, en cualquier ciudad a la que viajara.

También fue aquí, en Lima —esta ciudad que me acoge como a otros miles de emigrantes—, donde vi morir el primer mural: un Wolverine firmado por Twosix. Lo había fotografiado. Tres meses más tarde ya no existía. Se me encogió el estómago: en su lugar encontré una pared gris. Había algo que no era capaz de explicar, un lazo con aquella imagen que había visto decenas de veces y que, de alguna forma, ya me pertenecía. Después de aquel mural, vería morir otros muchos: aquí uno de Miros, aquí otro de Conrad, allá uno más de Toby. Y siempre me ocurría lo mismo: sin saber por qué, sentía tristeza si me tropezaba con una pared en blanco; con el mural de otro grafitero sobre aquel primero; con uno del mismo grafitero cubriendo el que me resultaba familiar; o peor aún, con un ataque en toda regla con spray negro, como aquella maravillosa miniatura de Jade que ya no será más el gran salto. Con todas esas muertes fui aprendiendo que las paredes tienen un pulso propio, y que los murales nacen y mueren, como todo.

Ser consciente de esa unión con cada mural que fotografío, no me evita el dolor cuando desaparece. Será por eso que hace unos días, al ver la imagen de unos operarios cubriendo el mural del colombiano Guache en el jirón Lampa, aquel Túpac que anunciaba que volverá y será millones y que ya era parte de mí, sentí de nuevo esa punzada. Esta vez supe que se trataba de algo más: era una muerte antinatural. Quizá por el color de la pintura que lo cubría, por su mensaje. Y escribí: "Lo que hay impregnado en esa capa amarilla es pobreza mental e incapacidad de diálogo con los artistas callejeros y también con los ciudadanos. Porque si hay algo que tengo claro, es que su trabajo —el de los grafiteros— es eso, suyo, pero también nos pertenece en cuanto lo dejan ahí impreso. Cubrirán miles de grafitis, pero no podrán tapar toda la imaginación del mundo." Y hoy, muertos tantos murales en el Centro de Lima por orden del mediocre alcalde Luis Castañeda, lo sé: no podrá. 

Raúl Riebenbauer (Valencia, España, 1969) 

Facebook: raul.riebenbauer  Twitter: @RaulRiebenbauer 


Escrito por

Raúl M. Riebenbauer

Soy periodista. Desde hace años, dedico una parte de mi trabajo a la recuperación de identidades perdidas y a luchar contra el olvido.


Publicado en

Mi pie izquierdo

Con el permiso de Jim Sheridan —a quien pido prestado el título—, aquí van historias de compromiso, superación, memoria y cotidianidad.