La primera vez debió ser a los 18 o 19 años, no recuerdo bien. Viajé a doscientos o doscientos veinte kilómetros por hora desde Valencia a Barcelona, para ver al mismísimo Lou Reed. Aquel fue un concierto verdaderamente extraño: lo pasé cuidando a dos de los tres amigos que me acompañaban, y que sufrieron desmayos de forma consecutiva. La segunda ocasión, unos diez años más tarde, le escuché cómodamente sentado, a apenas cuatro o cinco metros de él, frente a una escenografía apabullante: la fachada principal de la catedral de Barcelona. Aquella vez había viajado en tren. El tercero de sus conciertos con el que me crucé fue en 2003. Iba a ser en Valencia, mi ciudad, así que no tendría que viajar en coche, ni en tren. Pero esa vez no tenía dinero para comprar una entrada. Caminé hasta los Jardines de Viveros, el bello parque donde iba actuar: si no le iba a ver, al menos escucharía su voz nasal. Esta es la crónica de aquella noche. La escribí a las dos y treinta y uno de la madrugada, al regresar del concierto. Nunca la había compartido. Hasta hoy.
***

¿Sabes que las hadas existen?

¿Sabes qué se siente al andar descalzo sobre el asfalto de una ciudad que duerme?

¿Sabes cómo es un día perfecto?


Todo ha comenzado nueve horas antes. Entonces, con la pequeña Alicia y sus ocho meses de vida delante de mí, he recordado una vieja leyenda: cuando uno da palmas, cuanto más rápido mejor, un hada vive, e incluso revive; porque de lo contrario, cuando uno dice «no-creo-en-las-hadas», cada vez que uno lo dice, crea en ello o no, un hada cae fulminada. No sé si todo esto es cierto, pero a la una y diez minutos de la tarde he palmeado, he batido mis manos con fuerza frente a la pequeña Alicia, con sus ocho meses de vida, como digo, y el día ha seguido.

Anochece. Camino, doy pasos de memoria hacia mi casa, aunque curiosamente, hace mucho tiempo que mis pies no recorren esas aceras en las que acabo. «No a la pereza que me empuja a casa», me digo. «No a la pereza que me empuja a la soledad», me repito. Y así, casi sin conciencia, me planto a mitad de camino frente a la consecuencia de mi batir de palmas y de esa lucha mía contra la pereza: un parque grande, el más grande de la ciudad, con un vallado dentro de su vallado. Y dentro de ese vallado canta, susurra cómo sabe la heroína, recita a Allan Poe, y grita a la dulce Jane, el sexagenario Lou, apellidado Reed. Ya nos hemos encontrado un par de veces en la vida. Bueno, él no se acuerda, pero yo le he visto desde un par de metros más abajo del escenario ese par de veces, aunque la primera tuve que asistir un par de desmayos por bajadas de tensión y no le hice demasiado caso, discúlpeme señor Reed, y la segunda casi me duermo frente a la catedral de Barcelona, la ciudad puta, discúlpeme otra vez, señor Reed.

Hoy llevo apenas unas monedas en los bolsillos, mis bolsillos. «Nada de entrar», concluyo. Recorro doscientos metros. Ése es el lugar desde el que le podré escuchar. «Nada de verle», por supuesto. Stop. Desando los doscientos metros, porque he olvidado cargar al menos con una lata de cerveza, qué pensaría de mí el viejo Bukowski; y ya cerveza en mano, vuelvo sobre mis primeros pasos, aunque la verdad, qué pensaría el viejo Buko si me viera con una sola lata de cerveza.

Un banco. Ahí. Me siento. Abro la lata. Bebo. Se me cae una moneda, un céntimo de euro, «el de la suerte», pienso al recogerlo. Llega una pareja. «¿Podemos?». «Por supuesto», digo. Se sientan. Se levantan. «Nos vamos a la zona de los patos», dicen, quizás volvamos. Se van. «No volverán», pienso. Alguien, a apenas unos pasos de mí, se cuela por el vallado que lleva al poeta Lou. Me he acabado la cerveza. Miro. Cojo mi bolso, me lo cruzo en bandolera, y me preparo para batir el récord de los cien metros lisos siguiendo a los que avanzan hacia el asalto. Pero el servicio de seguridad actúa rápido, y expulsa a buena parte de los que han casi logrado vulnerar el muro que nos separa de ver al viejo-qué-bien-te-conservas-para-haberte-inyectado-de-todo-en-la-vida Reed. Vuelvo a dejar el bolso, me abato ligeramente por la desilusión y entonces mi vista se tropieza, no con Lou, sino con mi peluquero de los últimos… Uhm… ¿catorce o quince años?

Está en el banco vecino. Sí, es él, Julián, y no sólo él, sino su Gurutz, también Macu-coletas, y Paco, asaltante-profesional-de-conciertos, capaz de vulnerar fortalezas más inexpugnables. En cuanto le veo, a Paco, me digo que entraré de su mano. De repente, de mi banco solitario paso al suyo, el de ellos, casi a rebosar; del suyo a ver en la distancia la figura iluminada del eterno Lou a través de las vallas rasgadas, de allí a auparme sobre otro banco junto al vallado para perfilarlo mejor; y desde éste, a hacer de enlace. Me explico: Macu y Julián compran cervezas, y a lo lejos, porque se me han escapado y no sé qué hacer, Gurutz y Paco se dirigen, decididos, a la entrada. ¡Y la atraviesan! No sé cómo lo han hecho, ellos tampoco tienen entrada. Miro hacia Macu y Julián, a mi izquierda. Me quedo mudo, perdido en un limbo. Cuando llegan, intento explicarme y llevarles siguiendo el camino de Oz, que les ha conducido a aquellos dos más allá, a escuchar cara a cara al neoyorquino. Y así nos quedamos estancados en un agujero negro: los guardias de seguridad, colonel al frente, afirman que lo sienten, pero que para dejarles atrás hay que pagar una entrada. «Ni quedan, ni las tenemos, ni las tendríamos», pienso yo, tal y como están mis bolsillos, los de las pocas monedas. «Toda regla tiene su excepción», le replico al Rey Seguridad. Me mira como diciendo que esta, no.

Una mujer sale del recinto. Aún no sé que es un hada. Me parece escuchar cómo susurra algo e intenta convencer al que tiene la llave, los bíceps redondeados, y el cuello de más diámetro que el mío, de que sus amigas, tres, están afuera, «Venga, ¿les dejarás entrar?». Julián, entretanto, desiste. Macu, casi. Yo aún no. Creo en las hadas, pienso sin pensar. Les convenzo para que resistamos allí. 

Pasan los minutos. La mujer, de la que aún no sé que es un hada, vuelve. No lleva consigo a sus tres amigas, así que la idea de poner cara de niño bueno para ablandar a los armarios de la entrada después de dejar colarse a otras tres se cae por su propio peso. Y de repente, ocurre lo inesperado, la magia, el efecto mariposa. La mujer, que ya ha desplegado sus alas, se gira sobre sus pasos, habla antes con el vigilante, y nos dice «¿Julián?». Y Julián balbucea «Sí». Y ella, «Seguidme». Y la seguimos. No me pregunten cómo, ni con qué pretexto, pero atravesamos la puerta del cielo, y desde ese preciso instante y durante los cuarenta minutos siguientes nos plantamos frente al incombustible Lou, a poco más de seis o siete metros de él, escuchando eso de «camina-por-el-lado-salvaje-de-la-vida». Antes, sólo unos minutos antes, recita con su voz nasal «vaya-día-perfecto». Miro entonces al cielo, veo una estrella, lo prometo, por cursi que suene, echo un vistazo a mi derecha, y un hada, la que me ha traído hasta aquí, bate sus alas, me estremece su luz. Miro a sus pies, y apenas rozan el suelo. De día trabaja en una empresa de plásticos a las afueras de la ciudad, como otras hadas son cajeras de supermercado. Y de noche, milagrea. Recuerdo mientras la miro que en cierta ocasión escuché de una cajera de supermercado, de esas que visten uniforme verde, una que se llamaba Rosalía, confesar: «Las hadas son seres fantásticos que se presentan bajo la forma de mujer, a quienes se atribuye poderes mágicos y el don de adivinar el futuro; su principal misión consiste en ayudar a cumplir los deseos de los demás». Yo, me quedo alelado, empujado al estrabismo repartiendo mi mirada entre la estrella-del-día-perfecto, el ligeramente amojamado Lou sobre el escenario, y los pies voladores de mi dulce hada particular.   

Poco después, ya en la maniobra de aterrizaje de este viaje a otra dimensión, camino solo hacia casa y pienso en cómo se sentirían otros pies, los míos, si los desnudase, si hiciese eso que siempre me ha apetecido hacer: descalzarme y caminar así por las aceras, sintiendo después la aridez del asfalto jamás creado para percibir las plantas de los pies de un ser humano, y sin embargo, mira qué bien las reciben; después un poco más de acera, fría; algo más el mármol barato del portal; la goma caliente del ascensor; el mosaico de mi casa del viejo barrio de Russafa. Son las dos y treinta y un minutos de un día que para mí se acaba. ¿O empieza?

Lo sé, existen.


A Maribel, hada. A Lou Reed.


(Imagen: Fragmento de la portada del disco 'Sally Can't Dance' (1974), Lou Reed.)

Raúl M. Riebenbauer ©2003